En 1940 se cultivaban sólo rosas rojas, amarillas, blancas y rosadas, pero hoy día los agrónomos han logrado cosechar rosas de 18 mil tonos diferentes. Sin embargo, en muchas de estas variedades el aroma característico de estas flores casi ha desaparecido.
Los científicos que estudian la bioquímica de las rosas creen que esta pérdida se debe a que la materia prima precursora del aroma y el color de las flores es la misma; en consecuencia, al aumentar la producción de pigmentos disminuye la producción de aromas.
Aunque el olor constituye uno los atributos más apreciados de las flores, su función para la planta no es agradar nuestro olfato, sino protegerla de los depredadores. Por ejemplo, cuando un gusano mordisquea una flor, ésta libera sustancias aromáticas que atraen a una avispa, que llega y coloca sus huevecillos en la flor.
De éstos saldrán larvas que se alimentarán del gusano.
Se trata de una verdadera guerra de armas químicas entre las plantas y sus depredadores. El aroma de las flores es una mezcla de sustancias químicas volátiles, como alcoholes, aldehídos, ácidos grasos y terpenoides, mezclados en una proporción armónica.
Un grupo de bioquímicos busca en las células de la flor los genes encargados de la producción de las enzimas que generan los olores. Su objetivo, además de devolverles la fragancia a las que lo han perdido, es obtener altas concentraciones de éstos para la industria de los perfumes. También se cree que sería posible atraer hacia ellas ciertos polinizadores que podrían controlar a otros insectos parásitos, y de ese modo disminuir el uso de insecticidas sintéticos, nocivos para el ambiente.
Sin embargo, es necesario asegurarse de que la manipulación genética de la planta no traiga consigo algún otro desequilibrio ambiental.